Llevaba menos de una semana en NY y ya me estaba dando nostalgia de Chile. De mi gente, como quien diría. Aproveché la excusa de que en la biblioteca me pidieron una identificación consular para sacar libros y fui al consulado chileno a registrarme. Lo hice así en España y parecía "the right thing to do". Además, me daba la oportunidad de contactarme con mis connacionales.
Me atendió un funcionario medio, con un chivito cagón y canoso, que sólo se quejó de todo el trabajo que tenían. Él no entendía para qué había ido hasta allá y yo, a esas alturas, tampoco. Además era lejos, sin mucho metro cerca, al menos con el calor que hace.
Le expliqué toda la situación y me dijo "Noooooooo, acá tenemos que ocuparnos de cerca de 40 mil chilenos. Ya no podemos con sus pasaportes y poderes, ni hablar de inscripciones". Le dije que lo necesitaba para la biblioteca, ante lo cual me dijo que ellos "antes" hacían algo así, pero que era una cosa muy rasca, escrita a máquina y con una foto muy chica, así que no valía la pena. Insistí, argumenté que no importaba que fuera rasca, pero no tuve la acogida esperada. Me fui, con mi mochila a cuestas y la tranquilidad de que tengo otra nacionalidad que espero valga más que la sudaca. Ya saben, mi evidente look de francesa viene de la sangre ¿no?Aproveché de pasar por las Naciones Unidas, que estaba al lado, y lo encontré menos impactante de lo que creía. No podía dejar de imaginarme todo ese edificio lleno de hombrecitos con chivitos canos y cagones, marcando el paso como el que me había tocadorecién. Después de todo, ¿qué ha hecho las Naciones Unidas que valga la pena? Ni Mafalda le tenía respeto y desde entonces sólo se ha acentuado su carácter (el de la ONU, digo). Y esta es la historia de cómo se me quitó la nostalgia de mi país.
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