En estos días de amor, paz y evaluaciones anuales me doy cuenta que durante años me he llenado la boca con mi tolerancia, su importancia, su enorme tamaño y cuanto me importaba la diversidad. Claro que algunos deslenguados alguna vez la pusieron en duda, pero yo hice oídos sordos y seguí tan campante. Hasta ahora, claro.
Porque desde que llegué a NY no he hecho más que chocar una y otra vez con los límites de mi tolerancia. Tan delgada y pequeña era que ahora no hace más que mostrar sus finales. Dos son los mejores ejemplos de lo que se me escapa: los homeless y los albanos. Y que ninguno de los dos grupos se me ofenda por la asociación, porque seguro a ninguno le gustaría.
Acá los homeless son más feos que los de Santiago y más incomprensibles para mí. Todo lo que puedo decir respecto de ellos sonará como a Susanita -el famoso personaje de Mafalda que sólo buscaba ser madre- cuya sugerencia para eliminar la pobreza era básicamente esconder a los pobres. Mi consistente pesadez con los hombres y mujeres sin casa ha generado en mí la peor impresión de mi persona. Y de alguna manera me he vuelto como el personaje malo de la película, a ese que NO le sucede el milagro de Navidad porque mira con desprecio al feo, hediondo y a veces deforme escapista del sistema que recibe sus buenos dólares en cada pasada por el metro contando su historia. Y uno que más en cima en el metro no puede mirar por la ventana como hacía yo en mis lindos días de micro pre Transantiago cuando pasaba el hombre de la mano con elefantiasis. Porque la primera vez que se subió a la micro pensé que vendía manos gigantes pero cuando vi que no y más en cima pedía plata con su mano mala me daban puros escalofríos. Y ahora que he dejado atrás mis días de automovilista-potito-con-ruedas como me decía Pineda en mis tiempos mozos me vuelvo a enfrentar a estos especímenes.
Y bueno, los albanos, aunque hay más de tres millones y yo he conocido a cuatro (unidades, no cientos, ni miles ni millones), me han causado una terrible impresión de tristeza. Porque sí, dele con la taquilla de NY, el arte, los museos, la compra compulsiva, el Empire State, las mujeres fashion. Pero tantos me dijeron que esta era una ciudad dura y quizás me he hecho la lesa tanto tiempo que cuando llegó el invierno con sus días cortos y sus bajas temperaturas, nieves y lluvias con ese viento del terror, tuve que enfrentar de una vez más cosas que si lo hubiera hecho periódicamente. Como decía mi madre, que cuando cumplió 30 primaveras había pasado tantos años sintiendo que parecía de 20 que tuvo que cumplir como 8 años de una vez.
Y yo si quizás le hubiera hecho caso a la pequeña chilenita, hija de Chilena 3, que cada vez que entraba al metro comentaba, como buena niña de 2 años, lo sucio que estaba el metro. Y yo trataba de convencerla de que era súper cool. Y ella me miraba con sus cejas fruncidas.
Y ahora yo, con mis cejas un poco fruncidas, me doy cuenta que a esta maldita ciudad hay que quererla con todo lo que viene. Con sus luces, sus mil actividades, su intolerable consumo, sus homeless y sus albanos. Porque el otro día jugábamos con Pineda a qué es lo que más uno echaría de menos de NY y yo primero dije la pizza callejera, pero ahora que lo pienso sería la nieve, el olor del metro, la gente hablando en cada esquina y la diversidad, la maldita diversidad que me hace darme cuenta que ni yo ni NY somos perfectas. Y aunque sobre mí eso lo tenía más o menos claro, lo de NY ha sido una cosa más novedosa. Tómala como viene, dicen.
Porque desde que llegué a NY no he hecho más que chocar una y otra vez con los límites de mi tolerancia. Tan delgada y pequeña era que ahora no hace más que mostrar sus finales. Dos son los mejores ejemplos de lo que se me escapa: los homeless y los albanos. Y que ninguno de los dos grupos se me ofenda por la asociación, porque seguro a ninguno le gustaría.
Acá los homeless son más feos que los de Santiago y más incomprensibles para mí. Todo lo que puedo decir respecto de ellos sonará como a Susanita -el famoso personaje de Mafalda que sólo buscaba ser madre- cuya sugerencia para eliminar la pobreza era básicamente esconder a los pobres. Mi consistente pesadez con los hombres y mujeres sin casa ha generado en mí la peor impresión de mi persona. Y de alguna manera me he vuelto como el personaje malo de la película, a ese que NO le sucede el milagro de Navidad porque mira con desprecio al feo, hediondo y a veces deforme escapista del sistema que recibe sus buenos dólares en cada pasada por el metro contando su historia. Y uno que más en cima en el metro no puede mirar por la ventana como hacía yo en mis lindos días de micro pre Transantiago cuando pasaba el hombre de la mano con elefantiasis. Porque la primera vez que se subió a la micro pensé que vendía manos gigantes pero cuando vi que no y más en cima pedía plata con su mano mala me daban puros escalofríos. Y ahora que he dejado atrás mis días de automovilista-potito-con-ruedas como me decía Pineda en mis tiempos mozos me vuelvo a enfrentar a estos especímenes.
Y bueno, los albanos, aunque hay más de tres millones y yo he conocido a cuatro (unidades, no cientos, ni miles ni millones), me han causado una terrible impresión de tristeza. Porque sí, dele con la taquilla de NY, el arte, los museos, la compra compulsiva, el Empire State, las mujeres fashion. Pero tantos me dijeron que esta era una ciudad dura y quizás me he hecho la lesa tanto tiempo que cuando llegó el invierno con sus días cortos y sus bajas temperaturas, nieves y lluvias con ese viento del terror, tuve que enfrentar de una vez más cosas que si lo hubiera hecho periódicamente. Como decía mi madre, que cuando cumplió 30 primaveras había pasado tantos años sintiendo que parecía de 20 que tuvo que cumplir como 8 años de una vez.
Y yo si quizás le hubiera hecho caso a la pequeña chilenita, hija de Chilena 3, que cada vez que entraba al metro comentaba, como buena niña de 2 años, lo sucio que estaba el metro. Y yo trataba de convencerla de que era súper cool. Y ella me miraba con sus cejas fruncidas.
Y ahora yo, con mis cejas un poco fruncidas, me doy cuenta que a esta maldita ciudad hay que quererla con todo lo que viene. Con sus luces, sus mil actividades, su intolerable consumo, sus homeless y sus albanos. Porque el otro día jugábamos con Pineda a qué es lo que más uno echaría de menos de NY y yo primero dije la pizza callejera, pero ahora que lo pienso sería la nieve, el olor del metro, la gente hablando en cada esquina y la diversidad, la maldita diversidad que me hace darme cuenta que ni yo ni NY somos perfectas. Y aunque sobre mí eso lo tenía más o menos claro, lo de NY ha sido una cosa más novedosa. Tómala como viene, dicen.
2 comments:
No cachaba que en ny hubiesen tantos albanos. Si me acuerdo de los homeless y debo decirte, no sin vergüenza, que comparto esa sensación de querer "esconderlos", porque se notan, huelen, en fin.
El 24 le regalé un billete de 2 lucas a un niño que hace malabarismos precarios en la calle y se puso a saltar entre los autos gritando "dios la bendiga, dios la bendiga!" me sentí a la vez feliz y miserable. ¿por qué no le di cinco...?cosas de estas fechas en que todo parece hacerla a uno más sensible.
besos
v.
En el taxi camino a la pega venía pensando en qué nos escribirías hoy. ¡Me sorprendiste! Me acuerdo de esos días en que estuve en París en casa de mi hermana y en cómo no pude creer que lo vagabundos durmieran sobre rendijas de ventilación de la calefacción de los edificios. Tirados en medio de la calle eran un espectáculo de ángeles derrotados en esa ciudad tan bella, tan diversa y tan tormentosa.
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